“Indio", le dijo un obrero a otro

Estamos sentados tres hombres frente a una computadora, conectados con auriculares hilados unos con otros a través de una “Y.” Uno de los tres, el líder, es el único que puede ser escuchado a través del auricular primario. Los demás estamos limitados: podemos oír, sin posibilidad de ser escuchados por la persona que pronto estará al otro lado de este teléfono digital.


Esta práctica es normal en esta parte del proceso. Se llamaría “anidar” en nuestro olvidado castellano —el idioma del conquistador de antaño—, pero hoy en la nueva lengua de negocios, moda, cine, y todo lo que se te ocurra, el idioma inglés, le decimos “nesting”. Es una técnica de “entrenamiento” —así le llaman a la capacitación—. Estamos esperando que entre una llamada, mientras el líder nos explica a mí y a mi compañero algunos detalles generales de la operación.


Por fin, después de un par de valiosos minutos de “libertad”, entra una llamada de un usuario de la compañía, la cual es cliente de la empresa que nos contrata. La persona al otro lado del teléfono pide ayuda con su servicio de televisión satelital, al cual podríamos considerar de mediano lujo. De este lado, el agente líder, quien nos enseña cómo se hacen las cosas, responde con descomunal cortesía. Se adueña de la responsabilidad del problema y promete solución o, en cambio, su más arduo esfuerzo para alcanzar la satisfacción del cliente. El cliente recibe contento la honestidad y la diligencia del agente. Éste, entonces, desconecta el auricular y nos dice: “Se escucha bien indio, ¿verdad?”.


No han cambiado mucho las cosas. La misma empresa solía tener un edificio en Avenida Paseo de la Reforma hace unos ocho años. Hoy contrata por $48 pesos la hora ($4 pesos más que en aquel entonces) a obreros especializados y los “entrena” para servir a usuarios de servicios en Estados Unidos, en su gran mayoría “latinos”, como se nos ha agrupado en aquel país primordialmente a la gente “de color” de piel y de cultura de México, Honduras, Guatemala y demás naciones de habla hispana. Muchas veces esta carta de identidad es adoptada por quienes no hablan castellano en lo absoluto. Lo “latino” ha pasado, desde hace tiempo, al catálogo de las culturas relativamente aceptables.


Hace ocho años estaba a todo vapor el circo electoral, los partidos contaminaban con su propaganda las calles; sus contrapartes, incluido el movimiento del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra de Atenco —que acababa de ser brutalmente reprimido, y las mujeres, usadas como botín de guerra al estilo de las cruentas batallas étnicas en África— hablaban de no votar.


En aquel entonces, en esta misma compañía, durante un periodo de entrenamiento para otro cliente, escuché un comentario similar de un compañero, quien también nos enseñaba de qué se trataba el producto y el tipo de usuarios que había. “Está bien pinche maya este cabrón”, nos dijo, interrumpiendo su conversación mientras cubría el micrófono de su auricular para no ser escuchado por el usuario.


Es un círculo vicioso, tan amplio que quizás puede costar trabajo verlo, o quizás estamos perfectamente conquistados y contaminados, con la psique y la moral rota; ya sin un resquicio de orgullo nacional, excepto aquellos para quienes la patria está en el poder, el dinero y el estatus —no importa la completa falsedad y fugacidad de esta noción ni el antihumanismo que la acompaña.


Vivimos y vemos un vergonzoso racismo y clasismo autoinfligidos. ¿Qué pasó con la sociedad civil mexicana que salió por miles a gritar para detener la guerra en Chiapas en 1994? ¿Estaban ahí por la bulla y la convivencia? ¿Por los conciertos masivos hoy cooptados, diluidos y convertidos en el ridículo “Vive Latino”? El cara de trapo, a quien los traidores perredistas criticaron en 2006 y 2012, y siguen criticando hoy, ya sin ninguna credibilidad como partido de izquierda era entonces casi un héroe nacional para muchos. ¿Qué pasó?


Al parecer nos indignaba la matanza de indios en la sierra chiapaneca por televisión, pero no logramos ir más allá de hacer acopios, toquines y marchas, y quizás ir a ver “qué onda” a Chiapas: el Zapatour, le llamaba una buena amiga. Quizás muchos sí fueron a aprender a hacer trabajo comunitario, y política participativa en las calles de las ciudades, incluso algunos desde otros países. Es el EZLN la pista ideológica más conocida y respetada de nuestro país. El PRD cosechó capital político valiosísimo de ellos y posiblemente se les deba, en parte, la histórica victoria de este partido en la capital, al cual hoy, la gran mayoría, excepto los obtusos y los leales a prueba de toda ética, vemos como un quiste extirpable sólo con verdadera cirugía política: hoy la angustia de la falta de opciones para tachar en la papeleta electoral nos agobia.


Para los entendidos en la verdad de la llamada “partidocracia”, esto de las “opciones” es una simulación carísima. La marca PRD: el producto “izquierda amarilla” puede quedarse en la Ciudad de México mucho tiempo. Ya no importa el color, sino las acciones inolvidables —e imperdonables— de los seres humanos integrantes de este instituto político.


Quizás los capitalinos debieron votar por Beatriz Paredes, si de todos modos los iba a gobernar el PRI. ¿Es alta la posibilidad de ver esto en el futuro próximo, a pesar del terrible estigma del tricolor? Seamos honestos: ¿cuál es la diferencia entre los dos partidos principales y la oposición insípida en ciernes? La oposición está ya también a todas luces llena de personajes dudosos, y su líder irremediablemente envenenado por la televisión para hacerlo parecer un revolucionario que no es. ¿Estamos buscando sólo un cambio de cara?



No importa. Somos todos más blancos que el de al lado, más listos, más pragmáticos, menos “indios”, menos “nacos.” De algún modo hay grandes mexicanos por todos lados pero el sabotaje —y diría yo, el autosabotaje— nacional es la acción que vemos todos los días.


Suena tan extraña, en todo este contexto, la figura de “sociedad civil mexicana”. No somos una comunidad de humanos trabajando por un bien común, sino más bien una especie de ratas buscando huir de un barco en pleno hundimiento, y al cual están encadenadas muchas otras especies, las cuales han aprendido a vivir la realidad, no esta burbuja donde tú y yo estamos, sino la verdadera: la de la mayoría.


Es posible mitigar el racismo de clóset representativo de mi cultura, pero es un ejercicio diario, y se trata de ir a las raíces de las palabras. A aceptar y superar la vergüenza del pasado, lo aprendido en la infancia. Se trata de desaprender la crueldad superflua producto de la baja autoestima de quienes nos enseñan a ser así, a veces sin saberlo.


No pido que seamos hipócritas. Propongo no dejarnos caer en la estúpida trampa de evitar lo “políticamente correcto” porque nunca aprendimos a reconocer los errores nacionales.


Podemos luchar una guerra diaria contra el racismo, empezando por aceptar que lo hemos ejercido, y lo hacemos hoy casi sin darnos cuenta. Más allá de reconocer “nuestro pasado indígena”, dejar de pensar que aprender, preservar y respetar un idioma como el maya o el náhuatl es un trasnoche ‘jipiteca’. Hay que reventar la burbuja desde adentro para formar verdaderamente una sociedad, tomando en cuenta la diversidad ideológica, política, racial y cultural que tanto nos asusta reconocer de verdad.


No sé si cambie algo mencionarlo, pero los señores de las dos anécdotas anteriores eran “más morenos que yo” .


Cuando estuve en el extranjero la gente me decía “no pareces mexicano”, y eso me daba mucha vergüenza. Puede ser fácil para mí decir todo esto porque en México no soy víctima del nivel de racismo ni la miseria que la mayoría vive. Me indigna de igual modo y estoy comprometido a hacer algo para cambiarlo. Te invito.

Abril, 2013

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