Un ultimátum desde la realidad
Las revistas están muertas casi por completo. El número de personas que necesitan leer en un pedazo de papel ha disminuido violentamente, pero no termina de caer el arcaico imperio. Es una extraña sensación, como la de fumar tabaco en la que nos jodemos los pulmones por el glamour visual que genera el sacar humo blanco por la boca. Así es agarrar una revista.
Los libros son distintos porque son mucho más largos y es demasiado pesado leerlos en pantallas. Por ahí aparecieron aparatos de “tinta digital” como el Kindle, y otras copias, pero la multifuncionalidad y el poder de los teléfonos y tablets terminó por imponerse.
Los libros de papel aún viven. Y es mejor así, porque la permanencia de los archivos digitales no es segura. Entre más grande y más importante es un depósito digital de archivos, más peligroso es confiar en el almacenamiento digital. Si no se tienen servidores descomunales replicando la información como espejos, en realidad no se puede garantizar su bienestar y continuidad. Empresas que se jactan de que “siempre” habrá acceso al contenido, como el insulso distribuidor de revistas digitales Zinio, LLC, mienten. Son publicistas, más que especialistas tecnológicos.
Todo el contenido “de calidad” está en la red y se puede acceder a él con claves, con cargo a tarjeta de crédito y otras transacciones similares. Este modelo tiene entretenidos a los pocos incautos que siguen buscando la moribunda especialidad de las revistas. En la lógica obsesiva del capital, está cubierta la necesidad de generar expectativa de rentabilidad y se sigue aspirando hacia “el futuro” de las tecnologías.
Pero hay un problema. Las empresas convencionales de tecnología y distribución de contenido están tan obsesionadas con la vanguardia que no ven la brecha abierta entre los que tienen computadoras o teléfonos inteligentes y quienes no los tienen y optan por ver televisión, oír el radio y comprar revistas, de las cuáles las más populares son las que hablan de lo que hay en la televisión.
Todo esto durante el tiempo que no pasan en los transportes públicos infames de la ciudad de México, y me imagino que de otras ciudades también. Mucha gente no se da cuenta que el potencial de estos aparatos está limitado al potencial del usuario, y su capacidad de entender y controlar su destino. Los grandes baches de hoy son las trampas de privacidad que nos tienen compartiendo todo en una red cerrada que además recolecta toda esa información para vendernos basura.
Estos teléfonos que, casi todos tenemos ahora, son computadoras minúsculas, más poderosas que las computadoras más avanzadas de la tierra en los años ochenta. La meta entonces ya no es la misma. Se ha restringido el acceso a la distracción, a las historias, al “contenido” como lo llaman los acaparadores de los medios de distribución.
En realidad todo aquél que no tienen un teléfono inteligente o una computadora superportátil, con servicio a internet permanente, vive en una especie de edad de piedra. Los menos avanzados usan computadoras en sus casas. Pero los que no tienen computadoras o teléfonos están apartados. Tener un aparato de estos es una necesidad primordial del humano hoy en día. El costo puede variar, pero el teléfono de moda está entre 4 mil y 8 mil pesos. Para los millones que nos trasladamos a trabajos mal pagados y gastamos una porción inaceptable de nuestro sueldo en transporte de baja calidad, hay en el camino muy pocas distracciones. En el trayecto; en los “no lugares” —como los llama Marc Augé— si no se tiene un aparato, y audífonos de 20 pesos comprados en el metro, es difícil fugarse del hacinamiento y hastío que se llegan a sentir en los transportes públicos. Quedamos expuestos a las repugnantes tretas de los publicistas, más hipnotizadores que creativos vendedores. Es fácil perder el control.
Mientras más se aprietan las tuercas y se trata de asfixiar a la población para que paguen por cosas que deberían ser un derecho, vemos que en pequeños destellos la creatividad sigue existiendo, y algunos sentimos que es nuestro deber popularizar las mil y un formas de obtener —y crear— contenido, y de gestionar la ruina de los que lucran con la necesidades mentales de descansar, leer, y conocer historias, literatura, y abrir mundos.
Curiosamente, esos que lucran, son en buena medida parte del mismo grupo que genera esta necesidad de fuga. En México es clarísimo que la televisión abierta, que es basura, salvo contadas excepciones, está íntimamente relacionada con los agentes que desmantelan servicios sociales, que suben los precios de los transportes, la comida, las medicinas, y aplican impuestos en cosas y de forma tan absurda que parece que estamos en la película de Robin Hood de Disney —la del zorrito— y un lobo fanfarrón pasa a cobrarnos impuestos por ventanas y mascotas.
Las revistas como Newsweek, o la patética Times magazine, son claros ejemplos de los trastavilleos, los errores, los arrepentimientos y la absoluta ceguera de gente que compra marcas que no tienen ya nada detrás. La gran farsa de la publicidad domina el ambiente. Mentir con un encabezado para que los tontos compren, y luego lidiar con la polémica convertida en publicidad.
Pero no todo son clicks, e incluso, no todo es el tiraje. Yo, por ejemplo, tuve suscripción a Time por un año y no la leía. No veo comerciales. No veo tele abierta. Soy libre, de algún modo insípido, porque elijo el contenido que veo, cuándo verlo y cómo.
En concreto, la avaricia y la miopía de los dueños de medios, agentes de la salvaje y desregulada lógica del capital que carecen de toda ética humanista, han cocinado su propio veneno. Es imposible sostener un modelo que abandona a las mayorías y que se basa en el elitismo y la mentira. En este sentido, es que sigue existiendo el papel, los periódicos y hasta los fanzines y los volantes, además de irse generando extrañas maneras de transmisión de mensajes y contenido.
En el mundo de los ejecutivos no hay suficiente visión, y seamos honestos, en el mundo tampoco hay suficiente petróleo ni la tierra va a aguantar los descomunales daños que implica extraer los minerales y combustibles. La gente quizás si aguante el ver —en youtube— como se explota a los trabajadores para poner sobre todos los regazos del mundo las tabletas, androids, iphones y macbooks “diseñadas” en California y ensambladas en Shenzhen por obreros que ganan unos centavos de dólar por día.
Y mientras tengamos —tengan, uds, los ejecutivos dueños de medios— el interés de hacer contacto con la gente que en algún momento va a manejar el cambio, quizás sea una buena idea buscar otros medios, generar y promover otro tipo de contenido, y no creer que esta revista, o aquella página son la única manera de alcanzar a los lectores. Se los advertimos. Aquí venimos. Vamos a tomar las calles, las esquinas más insignificantes, los microrincones invisibles detrás de los postes, detrás de las señalizaciones, y los avisos en las calles, y vamos a transmitir mensajes que ustedes no pueden, no se atreven, no saben. Quizás ustedes terminen suscribiéndose a nuestra realidad, y tendremos la decencia de venderles la transformación, en lugar del eufemismo y la mentira de un mercado que solo ve dinero, y nada más.
Julio, 2014
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