El derecho a la cultura

¿De qué se trata todo esto de “la cultura”? Esta revista que usted está leyendo, por ejemplo, y quién puede acceder a ella. Los que tienen uno de los miles de ejemplares impresos, los otros que la “pueden” ver por computadora. ¿Cuánta gente tiene acceso a esta revista, o a una televisión, a un puesto callejero de películas piratas "de arte," o acceso a banda ancha, y conocimiento básico del sistema que rige la red para poder encontrar lo que se busca?

El dinero compra todo esto. Es, tristemente, un privilegio. O así se nos obliga a vivirlo. El acto de obtener “cultura” — productos culturales, como los llamaban Horkheimer y Adorno —, es divertido en sí mismo. Me recuerda al libro que la maestra de sexto de primaria, nos puso a leer: se trataba del holocausto judío, y había una escena dramáticamente descrita de contrabando de caramelos, se llamaba "sin título.” Así estamos, traficando y buscando contenido. Las historias de moda van llegando por oleadas. Se pueden montar las olas. Entre más temprano las agarre uno, más llamativo es el surf. Se habla de lo que cuesta dinero. El dinero mueve el contenido. Su calidad depende de milagros… y de dinero.


Tenemos derecho a ver otra cosa que no sea Chespirito o las telenovelas de Televisa. Tenemos derecho a sentirnos representados por otros actores, no los mismos tres “criollos”, como los llama un amigo. También podemos ver de manera malinchista —o con apertura ‘multicultural’, mejor dicho— a los actores de otros países, los de Estados Unidos.

Podemos ver el tipo de televisión, historias y personajes que crean. Nos comparamos en ese espejo los que tenemos dinero o medios para llegar ahí, pues algo de estatus nos dará. Entre más lejos de México, mejor. Porque México vive en violencia, en Televisa y sus telenovelas, en Laura Bozzo, y, según me cuentan todavía en Chabelo. ¿O qué opinan de la escena donde ‘Tizoc’ se pega una pedrada a si mismo porque pensó que había hecho llorar a su “niña María”? Búsquenla en Youtube.


En la necesidad de expresarse hay quienes encuentran sus propios medios: existe Twitter y todos los otros productos sociales que hay de menor relevancia, y de interfaces más primitivas, accesibles todos solo para un grupo; hay otros que pegan calcomanías en las calles de las ciudades con pequeñas obras de arte pop.


El dinero no lo ha podrido todo. Sí, sigue con fuerza la maquinaria cinematográfica; y los satélites —los subgeneradores, incluido cierto tipo de cine que intenta, con mayor o menor honestidad, no ser comercial, insulso, y repetitivo— también siguen ahí. Y aquello — lo que los snobs llamamos insulso, repetitivo, comercial — también está bien.

Hay momentos para todo. Por eso algunos pueden ver algo en la televisión abierta, quizá un partido de fútbol, o un programa de variedad mañanera y sentirse bien. Todo lo que consumimos habla de lo que sentimos, o no queremos —o podemos— sentir.

Pero hay pisos. Costos. Y se supone que también hay gustos. No sabemos por dónde ir, quizás no hemos visto otros caminos o no nos divierte oír otras historias porque está bien así, esta vida sencilla donde el cerebro está domado para aguantar largas jornadas de monotonía y cotidianidad miserable.

Buscamos historias que nos hagan sentir cosas, eso creo que es constante. De eso se trata la cultura. Hay gente que no lee tanto y más bien hacen cosas: se vuelven gángsters, o entran en la política.

Hay quienes admiran a esta gente que parece como sacada de una película, pero es real. “Son inteligentes. Chaparros, pero inteligentes”. Héroes que quizás no estaría tan mal que aunque sea nos escupieran, parecen decir.

Es en este crucero extraño entre realidad y ficción que nuestros cuerpos adormecidos esperan que algo los atropelle, o los levante, para ir a un lugar nuevo.

Febrero, 2014.

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