Hacia La Guerrilla Peatonal
Estoy por cruzar la calle en Luis Moya e Independencia. Sobre esta última, que tiene la luz en rojo, viene un carro. El conductor trae una correa con gafete de la SRE. Sin poner las direccionales, da la vuelta a la derecha justo cuando voy cruzando y no frena, lo que me obliga a correr para evitar que me pegue. Durante todo el episodio hago contacto visual con el conductor. Al llegar a salvo a la banqueta le digo con flagrante sarcasmo “la palanquita de la derecha, amigo, esa es la direccional.” El señor, trabajador de una dependencia pública, furioso, me grita “cállate, pinche pendejo.” Yo he ganado. La razón siempre va a ganar.
¿Por qué pasó esto?
Pongamos en claro algunos puntos, que quizás sean obvios para quienes no viven y circulan con la cabeza incrustada entre las propias nalgas:
Un coche es una máquina magnífica que pesa una tonelada y carga consigo un montón de significados, y además, créanlo o no, implica mucha responsabilidad.
La vuelta a la derecha es continua, con precaución.
Siempre que se vaya a virar el volante de un carro, se debe poner la luz direccional. Esta se activa con una palanca que está del lado izquierdo del volante; abajo es izquierda, arriba es derecha. Este indicador no es un capricho. Es un deber de los automovilistas para su seguridad, y también para la de los peatones, sus archienemigos.
El peatón siempre tiene prioridad de paso en cualquier circunstancia. Esto es un asunto de moral, ética y conciencia cívica.
La manera en la que andan los peatones, las fantasmagóricas personas que van a pie en las monstruosas ciudades maquilladas en las que vivimos, es en general un espectáculo patético. Estamos aturdidos, asustados y a la defensiva frente al flujo automovilístico. Pero ¡Espera! ¿Qué no es una persona la que va dentro de esa enorme y magnífica máquina?
El fenómeno de la arrogancia adquirida a través del estatus automovilístico y la apabullante falta de cultura vial de los conductores son uno más de los síntomas de nuestra descomposición social. Recuerdo una anécdota que contaba una querida amiga que visitó Medellín, Colombia, sobre como un trailer enorme se dio una vuelta prohibida, subiéndose al camellón, y casi atropella a una viejita, cosa muy normal entonces, según contaban.
Los arcaicos autos de gasolina son máquinas asombrosas. El motor de combustión interna es uno de los inventos más revolucionarios en la historia de nuestra especie, así como el descubrimiento y extracción de petróleo y su refinamiento para obtener gasolina. Comprar un coche es un gran logro, una meta para muchos; un paso después del mediano éxito laboral, antes de la casa propia y los hijos. Quizás se puede hacer una metáfora con una isla donde algunos náufragos habilidosos, suertudos han llegado. No hay mucho que éstos puedan hacer por los otros náufragos del barco hundido de la justicia —o la noción de ésta— y la estabilidad social, económica. Quizás solo lavar su culpa por no haberlos “podido” ayudar.
Esta misma metáfora me lleva a otra escena:
Me subo al metro y me siento atraído por una especie de fuerza de gravedad proxémica hacia el fondo del vagón, hacia los pasillos, o cualquier rincón con espacio desocupado. Me descuelgo la mochila de la espalda y me la cuelgo al frente, me acomodo, me agarro del pasamanos. El lugar más codiciado en este contexto es uno de los pocos asientos que hay. Viendo a varios adultos mayores, de pie, decido no tomar el único asiento que se libera. Alguien más lo toma. Avanzamos por los túneles mal iluminados, poca ventilación, y el tren haciendo ruidos de todo tipo. Al llegar a la siguiente estación se forma un desordenado caudal hacia afuera y otro hacia adentro, ambos interrumpidos por pequeñas piedras: idiotas que se suben e inmediatamente se toman del tubo contiguo a la puerta de entrada, como quien se agarra de una liana o un pedazo de madera para no hundirse en el fango, o ser llevado por la corriente hacia el inhóspito y peligroso centro del vagón.
En los nuevos vagones los asientos están dispuestos de forma paralela a las vías y sin muchos divisores. Esto, además de ser incómodo para la espalda, da lugar a un nuevo tipo de criatura: El patiabierto; un individuo que quizás tenga las piernas muy cortas —en cuyo caso es comprensible la medida— o que tenga unos enormes testículos, una hernia, o solo una realidad disminuida donde no caben muchos más que él mismo. El caso es que estas personas se sientan a sus anchas, y les importa poco la comodidad de los demás.
¿Se parecen estos dos fenómenos? ¿Qué pasa con la gente que se sube a un vagón de metro atestado y una vez dentro —bendito sea dios— y agarrado del tubo más cercano, no permite el paso a los demás, por ignorancia, torpeza, miedo, egoísmo?
Los he observado. Hay gente que prefiere subirse, tomarse del tubo contiguo a la puerta y quedarse agarrada ahí aunque bajen dentro de dos, tres o más estaciones, para evitar la lata de tener que meterse al temible fondo del vagón, por la pena de tener que comunicarse con los otros pasajeros para saber quién va a bajar en la siguiente estación; he visto con desesperación a quien es sumamente precavido y se para en la puerta dos estaciones antes de bajar, aunque estorben como burros. Existen también otras piedras que han logrado avanzar un poco y que llegan más adentro, a los pasillos de en medio de los vagones, quienes deciden recargarse en los tubos para descansar. Así estorban evitando que más personas puedan sostenerse de los tubos.
Yo estoy harto de esto y he comenzado mi propia guerrilla peatonal, y un taller diario de educación cívica en los transportes públicos. “Miren todo el espacio que hay por acá” comento mientras pido permiso para pasar, con la mochila colgada al frente para no traer una joroba incontrolable. “¿Va a bajar en la siguiente?” pregunto a los apiñados en la puerta. Algunos de estos me voltean a ver como si fuera un alien de otro planeta. Otros quizás igual de hartos y platicadores que yo, dicen que sí, formando conmigo un pequeño tren. Los menos, dicen que no y se canalizan hacia los pasillos de en medio. Estos dos últimos me dan esperanza.
Hace dos días me tocó un rayo de luz. Un individuo de playera roja se subió a la línea dos del metro. Iba dizque amablemente pidiendo permiso, más bien empujando a la gente que no lo dejaba pasar, y no dejando pasar a otros que le pedían permiso, con alguna que otra mini discusión sobre la educación; un provocador. Poco después de que yo abordé el vagón, el tipo se hizo paso hacia el pasillo de en medio del vagón, pisando y manchando el pantalón blanco de un estudiante de medicina de la UVM. Yo iba justo atrás. El muchacho le reclamó al tipo de rojo y este se violentó. “Vengo de blanco” dijo el muchacho. “Y ¿A mí qué? Eso no importa. Te estoy pidiendo permiso” dijo el de rojo. “Ten cuidado” le dijo el de blanco. “Y si no ¿Qué? ¿Qué vas a hacer? contestó el de rojo. “Cálmate” le dije yo, entrometiéndome de forma inaudita. “Quizás no escuchaste por los audífonos que te pidió permiso” le dije al de blanco. Llevándose el dedito índice a la boca el de rojo me dijo que me callara, que no me metiera. “Eres el rey del vagón, ¿verdad?” le contesté. Otra persona mucho más joven, que después entendí que era sobrino o hijo —acompañante— del tipo de rojo comentó “Si no te quieres ensuciar, vete en taxi.” El tipo de rojo repitió el mismo comentario poco después.
“Ya cálmate, ¿o qué? ¿te vas a pelear por esto?” le pregunté al de rojo. “No te metas, shhh, shhh” me siguió ordenando el monarca amable del vagón. “No me voy a callar” dije. En ese momento otro muchacho, que estaba entre el estudiante de medicina y el tipo de rojo volteó y le dijo “Sí nos metemos ¿y qué?” Yo no lo podía creer. “¿Ahora todos se van a meter?” preguntó atónito el tipo de rojo.
Para resumir, varias personas más que habían sufrido alguna de sus mini agresiones se metieron, no a agredirlo, sino a dialogar conmigo y con los otros dos, hablando de la falta de educación, y prepotencia hipócrita del idiota de rojo. Quedó aislado.
Conclusión:
Hay que retomar las calles así, con valor y elegancia. Sin insultos. Quizás con algo de sarcasmo y humor. Tenemos reglamentos, aunque en el D.F. prácticamente se compra la licencia y se jura que se sabe manejar para obtenerla, el peatón que no está asustado y conquistado debe aventar lámina con el corazón. En los transportes debemos unirnos contra la prepotencia, la anomia, la holgazanería y convertirlo en un lugar distinto. Vamos, gente, vamos a hacer pequeñas batallas hasta lograr una ciudad llena de humanos solidarios.
Septiembre, 2014
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